Como siempre que entraba a una aldea perdida en la inmensidad de Castilla, detrás de su vieja rueda de afilar y al mismo tiempo que hacía sonar su suave música, una infinidad de peros acudían a su encuentro tratando de asustarle y de hacerle retroceder con sus ladrídos. Hombre curtido en su oficio sabía que era imprescindible llevar siempre en los bolsillos unas cuantas piedras para asustar a los canes más valientes del poblado. Despues de acertar con una de ellas a uno de los perros los otros retrocedían gruñendo y mirándole con desconfianza y temor a la vez.
Durante toda la mañana anduvo de casa en casa haciendo su trabajo, afilar y arreglar algún que otro paragüas, y solamente a la hora del mediodía cuando el sol era de justicia y nadie se atrevía a salir de su casa, fué que se paró debajo del único pino que había en la aldea, al lado de una vieja fuente de piedra, allí sacó de su alforja un trozo de queso y un buen mendrúgo de pan. Con la navaja comenzó a atrocear la comida y a saciar el apetito lentamente, de vez en cuando se arrimaba a la fuente a tomar un trago de agua fresca, y despues de haber comido a bebido se puso a dormitar a la sonbra y al lado de su «tarazana».
Entrada ya la tarde y al paso de los primero paisanos rumbo a sus faemas de campo el afilador despertó de su letargo dispuesto a continuar trabajando hasta bien llegada la noche. Fue precisamente en ese instante que se fijó en un viejo y desnutrido perro que parecía constar solamente de piel y huesos. Con el rabo entre las patas le miraba y parecía decirle con sus ojos tristes y amarillentos que él tambien era otro forastero en ese apartado lugar.
A buena distancia pero sin perderle ni un instante de vista le fué siguiendo por las callejuelas del poblado, esquivando a otros perros que le enseñaban los dientes y trataban de morderle una y otra vez. Fue precisamente una piedra del afilador la que le sacó de encima a un perro pastor que se había ensañado con su perseguidor. Desde entonces el perro se le fue acercando cada vez un poco más y cuando la noche lo oscureció todo ya estaba de pié al otro lado de la rueda de afilar.
Por la noche durmieron juntos en un pajar, compartieron tocino y pan y por primera vez ninguno de los dos se sintió solo en mucho tiempo.
A la mañana siguiente dejaron el pueblo por un camino polvorienso y seco, bebieron del agua de los arroyos y comieron de lo que la gente les daba como limosna o a cambio de algún trabajo extra. El afilador le llamaba por el nombre de «cadelo» y el perro parecía agradecerle con la mirada cada vez que su compañero le llamaba. Juntos hicieron camino, atravesaron prados y montañas y a cada llegada a un nuevo pueblo «cadelo» esperaba a su compañero de viaje a las afueras por miedo a que los otros perros del lugar se lehecharan encima.
Los zapatos gastados del afilador al igual que las patas del perro eran mudo testigo de los kilómetros que juntos habían hecho, siempre se respetaron mutuamente y el tiempo hizo de ellos dos muy buenos amigos.
Un buen día llegó el afilador a un pueblo con estación de tren, trabajó en el durante varias jornada y junto al perro recorrió los distintos barrios hasta que finalmente se acabó el trabajo.Pensó el afilador que ya era hora de regresar a casa y fué en vusca de un lugar seguro en donde dejar la rueda guardada para cuando regresara de su pueblo natal pues de algunos meses.
A continuación se dirigió a la estación y sacó billete para el primer tren a Ourense, comió en una vieja fonda y guardó las sobras para su inseparable compañero, juntos estuvieron hasta la hora de la partida, el perro bien pegado a su amigo presentía que pronto estaría solo otra vez. Cuando el pitido del tren se hizo sentir, los dos corazones sintieron a la vez que algo les oprimía y les hacía dificultoso el latir.
La última vez que se viron fué cuando ya el tren iva en marcha rumbo a Galicia, a través de la ventanilla , el afilador, pudo apreciar la delgada figura de un viejo perro y unos ojos amarillentos que parecían decirle adios para siempre.